domingo, 21 de mayo de 2017

Bucles


En las clases siempre era la misma historia. Abría la boca para decir con mis mejores modales la repugnancia que sentía por lo que otras personas decían, lo confundidos que estaban y lo cerca que iban a caer aún creyendo que estaban volando por encima de todo. Nunca llegué a entender mi papel en las aulas, y cuando la última vez solté mi pedante discurso de siempre contra la felicidad y el sentirse único y especial el murmullo ensordeció mi interior y me gritó claramente lo fuera que estaba. Cogí mis cosas y me fui. Me fui para no volver a caer en su mismo error.
Hay que saber calibrar la desilusión.
Por el camino a un tren que deseaba descarrilase las miradas eran las de siempre. Miradas altivas. Miradas punzantes. Miradas asesinas. Miradas que prenderían mis ropas en llamas. Miradas de desaprobación. Ilusos, nunca os habéis dado cuenta de que esas miradas se han hecho gasolina. Por aquel entonces mi cojera mental daba paso a una falsa sensación de elevación espiritual mientras caminaba sobre cristales rotos. Había alcanzado la clarividencia de mi(s) identidad(es), y el resto mirando algo que no entendían.
Nadie es nadie.
Huí al ombligo de la ciudad del ruido, cogí una de esas líneas de colores en las que siempre parece ser la misma hora del día. Lo único que cambia es la cantidad de personas que hacinan los vagones. Escribo unas lineas rojo decepción mientras me desplazo bajo la ciudad que me dejará sin recuerdos. Últimamente arriesgo en exceso mi vida, pues no dejo de luchar para que tenga el mínimo sentido.. se lo encuentro pero no lo busco, o lo busco aunque no lo encuentro, no lo sé. Mientras las cloacas se hacían un continuo de oscuridad difuminado por la ventanilla noto como me mira una mujer que se sujeta los brazos como si entre ellos albergara una vida que depende de ella. Una vida que debía salvaguardar de los precipicios de sus ojos. Nunca nadie me había llorado así sin derramar una sola lágrima. No pude soportar la situación, por lo que seguí escupiendo mierda en una libreta que apesta a whiskey. No recuerdo en qué momento me desangré en la libreta. Da igual. Me juré no volver a olvidar.
Nuestros juramentos tienen la credibilidad del matón que condena el abuso, o la del violador que habla de educación sexual.
Me conservo envasado al vacío en un molde que no puedo cambiar en esta(s) vida(s). Soy un millón de personas diferentes en el transcurso de un único día. Me he abandonado a la idea de dejarme llevar en mis últimos días mientras mi llama se apaga al contrario que los cigarrillos que respiro. Mis (des)conocidos no me reconocen. Me han dicho que estoy loco, que necesito ayuda, o que no tengo los pies en el suelo. Es extraña la sensación como a través de sus consejos todo cuanto alcanzo a ver es cómo se les sale por la boca los deseos que querrían concederse a sí mismos hechos consejos.
Vivimos con los ojos vendados a la realidad de que en los otros sólo nos vemos a nosotros mismos.
Prefiero mil veces la nocturna autopista vacía que esta caja repleta de maniquíes que se tambalea sobre railes oxidados. En este tren se respira la agresividad de personas que expulsan por cada poro de sus pieles asco y miedo a partes iguales hacia los demás. A simple vista se ve que no son emociones provocadas por su condición como miembros de la raza humana. Es más banal, se trata de que son otros que no son yo y que pueden atacar mis intereses. Somos patéticos. En este momento escucho en mi cabeza un eco en un lugar muy pequeño en el que mi pensamiento resuena en la cabeza de los demás. Me siento idiota, no paso de mí mismo.
Nuestra enfermedad se llama vivamos la vida de los demás porque no tengo cojones ni sangre de vivir la mía.
Noto la punzada que cierra mis puños, saca las garras y aprieta mis dientes con el solitario deseo de arrancar la cabeza de la persona que a mi lado no respeta espacios vitales y abre sus piernas lo máximo posible dejando a la mujer a su izquierda con la mitad de su asiento. A mí también me molesta, pero doy un golpe seco con la rodilla mientras escribo en el teléfono que debo comprar cervezas cuando vuelva a casa. Lo escribo en MAYÚSCULAS y en negrita. Llego a mi destino a las afueras de Barcelona para encontrarme con una persona cuyo nombre recuerda al de un ángel pero cuyo rostro y curvas dictan condena desde el infierno. A partir de estas horas mis recuerdos se emborronan, sólo veo destellos. Recuerdo su casa a detalles que vi cuando no me centraba en lo que hacía sin saber. Un suelo de madera de roble que luego llenaríamos de cielo, una mesa baja frente al televisor que luego romperíamos, una cama sobre la que nos rendiríamos y una ducha donde pediríamos tregua, y una puerta donde firmaríamos la paz y la despedida. Recuerdo entrar en su puerta como luego hice entre sus piernas, decidido y con fuerza, firme y mirando a sus ojos que recorrían cada centímetro de mi cuerpo mientras mis manos rozaban sus muslos. Me mordió el labio y el resto del acto fue con sabor a sangre de cobardes en la boca. Nos tiramos al suelo para sentir el frío en las espaldas, rodamos por la casa y nos subimos a una mesa que cedió ante nuestras fuerzas. Gritamos en silencio.
Nos hemos olvidado de lo jodidamente precioso que puede ser conversar a través de la carne y el sudor de cuerpos ahogados en la agonía del sexo cuando nos olvidamos de llamarlo follar.
Nos tumbamos en la cama y nos servimos vino, bebimos la sangre de cristo. Ninguno de los dos nos creíamos esa chorrada de la esperanza divina, pero nos gustaba emborracharnos en cama para entrar en coma emocional. Me preguntó mi nombre mientras sacaba del cajón una bolsa de hierba, y antes de que pudiera contestar, empezamos a fumar. Su mirada se clavaba en la mía, me dijo que no me reconocía, que parecía no haber llorado en mucho tiempo, y que se me veía que lo necesitaba. Cogí mis cosas y me fui, me preguntó quién era nuevamente. Cerré la puerta y no volvimos a vernos.
Soy un apóstrofe. Un símbolo que te recuerda que hay más que ver.
Al llegar al supermercado al lado de la habitación del silencio tenía seleccionado el cargamento, por lo que intentaría gastar el menor tiempo posible allí dentro. Entre, cogí lo que necesitaba, pagué y me fui. Mi existencia se dilató y mi silueta se desdibujaba con cada trago de cerveza y cada disparo de whiskey, mis palabras se hacían inteligibles en la libreta y la música me trasladaba a lo más interno de mi espíritu, sólo escuchaba ese aullido. El mío.
Nuestras vidas son un musical costumbrista eterno.
Me vacié el corazón cuando The Verve me tocó hecho canción. No aguanté más , y bajé a tirar las botellas cargado de dolor etílico semidesnudo. En ese momento, me dispuse a cruzar siguiendo normas. El claxon de una furgoneta blanca me hizo girar la cabeza, me iluminó con las largas y me planté en ese paso de cebra. Abrí los brazos y esperaba el impacto. 
Mi esperanza de vida se reduce a cero.
Frenó y me rebasó mirándome asustado, cogí una de las botellas y se la reventé contra la parte trasera de su furgoneta. Aceleró y se perdió por el final de la calle. Personas.. empezamos batallas que vemos perdidas y nos amedrentamos cuando vemos ojos de causa perdida en rostros ajenos. Cobardes. Somos cobardes para ver que el problema de otros lo tenemos cada uno de nosotros. Nos negamos a la verdad de que estamos vacíos, y nos tratamos de llenar los unos a los otros con fantasías que son símbolo del culto al no pensar. Por desgracia, no como sinónimo de dejarse llevar. No pensar por no querer ver, ni si quiera mirar.
No hay camino correcto, y nunca lo hubo.

Mierda, mañana tengo que volver al aula.


H.


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